miércoles, 27 de enero de 2010





Sexo, verdades y videos


En mayo de 2001 denuncié lo que hoy es una aseveración elemental: la proclividad de Rosario Robles a sostener relaciones peligrosas, especialmente con sus proveedores. Mi señalamiento se refirió en aquel momento a la millonaria sobrefacturación de los contratos publicitarios que como jefa de Gobierno suscribió con la agencia de publicidad Publicorp, y cuyo propósito —revelé— fue crear un fondo subrepticio para financiar las campañas perredistas de 2000 y, en particular, su carrera política cuando ya no tuviera acceso al erario. Esto es, “El Cochinito”.

En abono a la veracidad de mi denuncia señalé varios indicios para que, de realizarse las pesquisas correspondientes, la Procuraduría y la Contraloría capitalinas pudieran comprobar el carácter mafioso que entrañó la contratación de Publicorp por parte del Gobierno de Rosario Robles, a saber:

irregularidades administrativas: dichos contratos fueron autorizados vía fast track, con la orden expresa de la jefa de Gobierno, y sin que mediara licitación alguna, ni, al menos, una comparación previa de los precios del mercado;

nepotismo: existe un parentesco entre el esposo de Rosario Robles y la madrastra del dueño de Publicorp, Luis Kelly Ramírez. “Ahora sólo falta que aparezca la manzana envenenada”, eludió Rosario Blancanieves Robles mi señalamiento, en tanto su socio pretendió minimizarlo acotando que “no era una relación consanguínea” (obvio, se trataba de su madrastra);

tráfico de influencias: Rosario les solicitó a los gobernadores perredistas de Chiapas, Pablo Salazar, y de Baja California Sur, Leonel Cota Montaño, la contratación de Publicorp para que les desarrollara sus campañas promocionales;

encubrimiento: hizo pasar como periodistas de Canal 40 a los trabajadores de Publicorp que fueron aprehendidos in fraganti durante la campaña electoral de octubre de 2000 en Tabasco. En realidad, efectuaban labores proselitistas y de espionaje a favor del candidato perredista a gobernador, Raúl Ojeda Zubieta, por órdenes de la entonces jefa de Gobierno del Distrito Federal;

apoyo transgubernamental: ya como ex jefa de Gobierno, Rosario siguió recibiendo el apoyo de Publicorp, señaladamente en la Convención Nacional del PRD de 2001 en Zacatecas.

Y lo más revelador:

tv-de-mente.com: Rosario contrató (y pagó) espacios publicitarios en el canal de televisión por Internet que fue creado a la sombra de los contratos de Publicorp, tv-de-mente.com, empresa donde se cristalizó El Cochinito, toda vez que sería, en realidad, el centro de producción y postproducción de imagen de su verdadera dueña: Rosario Robles Berlanga.

Como era de esperarse, las autoridades perredistas desecharon todos y cada uno de estos indicios y no se movieron de sus escritorios ni siquiera para interrogarme. No por pereza, sino por mera consigna partidista. La exoneración de la compañera Robles se les facilitó, además, gracias a que mi testimonio careció del mejor argumento para persuadir a un gobierno encubridor y a una sociedad funcionalmente analfabeta: un video. Desprovista mi denuncia de esa prueba fulminante, y en un marco de creciente preponderancia de la imagen sobre la palabra —la imagología de Kundera, el reino de los vidiotas de Wenders, el Homo Videns de Sartori—, Rosario pudo seguir delinquiendo al amparo de la valiente honestidad de López Obrador, mientras yo debí buscar refugio en el extranjero, acosado por amenazas anónimas, flagrantes actos de intimidación, una campaña mediática de linchamiento y la total indiferencia de las autoridades capitalinas que, de tan descarada, parecía colusión.

Pero bien dicen que todo cae por su propio peso. Luego de haber sembrado la duda a la sombra de ese roble frondoso que era Rosario en 2001, su tronco se fue doblegando hasta derrumbarse, sobre todo a fuerza de los hachazos que ella misma se arremetió contumaz, cegada por la ambición, víctima de sus propias pasiones, fulminada por el vidiota que engendró orgasmocrática.

Celebro su estrepitosa caída sólo en tanto aplastó a Luis Kelly Ramírez de paso. Nada más. No pretendo aquí hacer leña de ese roble caído, sino revelar las razones de mi denuncia. En realidad, fue una sola: hacerme justicia de la única manera posible en un país secuestrado por el cinismo y la mentira institucionales: con la propia mano. O, en mi caso, voz.

En rigor, fue una venganza. Pero llevado a ese límite por vejaciones y humillaciones imperdonables. A continuación, se verá si no.


Sólo vine a hacer una película

Cuando en mayo de 2001 Luis Kelly pretendió descalificar mi testimonio de “El Cochinito” con el baldón de que padecía problemas psiquiátricos, lejos de enfadarme, me provocó una carcajada genuina, pues yo mismo solía comparar las circunstancias que me recluyeron en su agencia con las que refundieron en un manicomio a la María de mi corazón de García Márquez y Jaime Humberto Hermosillo, aquella maga deliciosamente encarnada por María Rojo que acabó con camisa de fuerza luego de que su carro quedara a la deriva y fuera rescatada, fatalmente, por el autobús de un hospital psiquiátrico: no sólo se la confundió allá con los enfermos mentales, sino que su reiterada explicación de por qué estaba allí —“Sólo vine a hablar por teléfono”—, se convirtió a la larga en el sonsonete obsesivo, maniático, que avalaría el equívoco de su locura.

Al igual que María Torres López (así se llamaba la entrañable María de mi corazón), en 1994 mi deseo de hacer cine me había dejado varado en un camino pedregoso. No sólo me quedaba sin matrimonio, trabajo, ni ahorros, sino, peor aún, sin ganas de seguir adelante: en el horizonte sólo divisaba más de las piedras que había venido picando desde que terminé en 1990 mis estudios de cine en Praga: escribir discursos asépticos, artículos de relleno, textos publicitarios y hasta preguntas apócrifas para un programa de televisión en donde supuestamente eran los ciudadanos los que se las hacían al político en turno.

Acaso porque ese camino estaba abandonado, por allí pasó Luis Kelly un día de 1994. Al igual que María de mi corazón, colmé mi mala suerte subiéndome a la Combi que conducía con desparpajo de ruletero: Publicorp. El traspié que me llevó a aceptar su “aventón” fue, desde luego, su promesa entusiasta de hacer cine. “Pero, primero, hay que chingarse”, acotó. “¿Más?”, pregunté para mis adentros.

Como de costumbre, “chingarse” era un eufemismo del sueldo: una auténtica mentada de madre. Acepté de todos modos, no sólo porque ya no tenía ahorros, sino porque conocía su trabajo como director, y supuse que después de haber filmado Calacán, ya no le quedarían ganas de hacer el ridículo: le urgiría contar con un realizador. Así me lo ofreció, y si lo hizo fue porque le apantallaba mi título de economista y mi diploma euro-peo de cine y televisión.

Al llegar a Publicorp —una casita con pasillos de submarino que rentaba en la colonia Roma Sur— me desalenté al ver que no tenía ni personal ni equipo profesional. “Más piedras”, avizoré. No me equivoqué: su gran proyecto era hacer un video para explicar los diferentes usos del teléfono. Enseguida le hice ver que ese video no lo compraría ni Telmex. Luego, me enseñó su videoteca, y me pidió que hiciera con ella “lo que quisiera”. Eran paisajes y pájaros que, aunque bellos, no darían ni para una cápsula de Tele Secundaria. También se lo hice ver, pero sólo se convenció cuando su pato-buzo desapareció diez segundos de la pantalla, mientras Paty Kelly, su hermana, la locutora, explicaba sobre unas burbujitas que, allá abajo, la peculiar ave pescaba. “¡Qué güeva!”, concedió.

Mientras tanto, Publicorp vivía de su único cliente: Sears, cuenta que le sirvió a Luis Kelly de escuela para aprender su oficio de globero: inflar facturas. Su maestro, el mismísimo director de publicidad de esa empresa, Miguel Muñoz, guiaba a su pupilo con diligente voracidad a lo largo y ancho de la República mexicana, acompañados de las modelos más caras y, sobre todo, de los barman más comedidos. Cuando meses después Sears cambió de dueños y Young & Rubicam se quedó con la cuenta, un amigo que trabajaba casualmente en esa agencia me espetó: “Lo que hizo Publicorp con Sears fue un robo en despoblado”.

Se lo transmití enseguida a Luis. Pero, seguro como se sentía de poder seguir corrompiendo sin ser atrapado —“en publicidad uno cobra lo que quiere”, “no hay aranceles”, “el talento no tiene tarifario”—, desestimó la advertencia y me dio mi primera lección de cómo hacer cine en México: “¿Y de dónde crees que va a salir para la película?”


Se hace camino al transar

En los albores de la recesión económica de 1995, Luis Kelly me urgió, con tono de ruego, a que ideara una serie de televisión: “La que quieras, pero hazla con los recursos disponibles”, acotó. Es decir, con nada.

De momento no podría pagarme —ya se sabe: “Primero, hay que chingarse”—, pero, en cuanto la vendiera, me daría el 30 por ciento y el trato sería vitalicio, prometió (sin contrato de por medio, claro). Dos días después, regresé con la propuesta: Caminantes, una serie biográfica sobre los grandes creadores de la cultura mexicana para cuya realización no sería necesario montar escenografías ni contratar conductores o actores, dado que su atractivo sería el testimonio vivo, el entorno íntimo, de los hombres y las mujeres que forjaron el perfil de la cultura mexicana del siglo XX, le expliqué. Enseguida corrió a la diminuta sala de producción y ordenó que pusieran a mi servicio la única cámara de la empresa.

Las condiciones de producción fueron misérrimas: sólo tres cassettes Betacam, y no había ni para las comidas. El camarógrafo, el asistente y yo compartíamos una bolsa de Fritos y un refresco familiar que comíamos a la sombra de una Combi de deshuesadero. Con todo, me sabía a gloria porque —¡ay, qué pendejo soy!— estaba haciendo arte, “camino al andar”, mientras Kelly avanzaba en serio atendiendo la máxima de la burocracia mexicana: “El que no transa, no avanza”, pero lo hacía con la mismísima Secretaría de la Contraloría y Desarrollo Administrativo, ¡la institución fundada para prevenir y castigar la corrupción!

Así fue cuando el jefe de Comunicación Social de esa entidad federal, Rafael Gamboa Cano, contrató a Publicorp para desarrollar la campaña de la declaración patrimonial que los burócratas deben presentar anualmente. En un exceso de candidez, se me ocurrió (y fue autorizado) el eslogan “Declara y avanza”, justo para contrarrestar aquel dicho vulgar. Semanas después, Luis Kelly se burlaba de mi candidez “lasallista” (así decía), y para que no me quedara duda de que aún estaba “en pañales” me enseñó el portafolios atiborrado de billetes que iba a entregarle a Rafael Gamboa para “agradecerle” la contratación de Publicorp. “¿Y cómo crees que voy a financiar tu Caminantes?”, se defendió al ver mi gesto de repugnancia, que no era por la corrupción, debo admitir, sino porque en ese portafolios había, por lo menos, el sueldo anual de sus quince empleados.

Así, pues, avituallado con nuestra dotación de Fritos y el botellón de Pepsi, entrevisté para el primer programa de Caminantes a Valentín Campa, pues aún adolecía yo de "espíritu revolucionario" y el sempiterno líder comunista era objeto de mi mayor admiración. Además, me pareció imprudente postergar esa entrevista a causa de su avanzada edad. Por las mismas razones, decidí que el segundo entrevistado fuera José Chávez Morado, el enorme muralista guanajuatense. Con él nos fue mejor porque Kelly vio allí una oportunidad para vacacionar en Guanajuato con su “productora ejecutiva”, Norma Galván: por fin comimos con cubiertos. Como bien dicen, la tercera fue la vencida: Jaime Sabines. Siendo el único poeta que podía disputarle a un cantante el mérito de llenar un teatro, su programa sedujo a Canal 40, y Caminantes salió al aire en septiembre de 1996.

Peor para mí, porque a partir de ese momento descubrí que, si el amor es un ave rebelde, la vanidad es de rapiña. Kelly, quien hasta el octavo programa había aparecido como productor, exigió que se le diera, además, el crédito de director de la serie. Pero su táctica para usurpar mi posición fue más sofisticada: llevarme al límite de mi resistencia física para que yo mismo renunciara.


Durante más de un año debí realizar un programa semanal prácticamente solo, en condiciones igualmente misérrimas, pero con el estrés adicional de que debía estar terminado el viernes, sin falta, para su transmisión sabatina. Sin el apoyo al menos de un achichincle, debía localizar y contactar a cada entrevistado; obtener la información y los materiales audiovisuales respectivos; efectuar la entrevista, calificar el material audiovisual; escribir el guión y dirigir la edición. Muchas veces concluí a las ocho de la mañana y, apenas horas después, ya debía estar despierto para realizar la entrevista del siguiente homenajeado. Cuando creía tener unas horas de sueño, Luis Kelly me despertaba por teléfono para que fuera de inmediato a la oficina. Al llegar, descubría azorado que su urgencia era una pregunta banal. Ni siquiera aceptó asignarme un asistente.

“Págalo, si quieres”, soltó a sabiendas de que los miserables 2,750.00 que me daba por programa apenas alcanzaban para cubrir mis propios gastos.

Su urgencia por deshacerme de mí se debía, no sólo a su intención de agandayarme los méritos de la serie y redimirse así, por interpósito talento, de su mediocridad artística, sino a su interés de comercializar la serie a espaldas de Canal 40: en lugar de escritores, cineastas, actores, pintores, planeaba “homenajear” empresarios —“los artistas del progreso”, decía— y pasarles, de paso, una factura por promover subliminalmente sus mar-cas. Yo me había opuesto a sus pretensiones mercachifles y, por eso, supe que no cejaría en su decisión de deshacerse de mí hasta lograrlo (en cuanto me fui, homenajeó efectiva-mente a Alejo Peralta y, de paso, al Grupo IUSA).

El despojo fue total. No pude pelear nada porque no había nada por escrito. Acepté entonces la invitación de TV UNAM para realizar un programa sobre el exilio chileno en México, seguro de que era el resquicio que se me presentaba providencialmente para poder escapar de la crujía a la que me había conducido mi locura de querer hacer cine. Con los nervios y los músculos triturados, exhausto hasta la anemia, salí de Publicorp una tarde primaveral de 1997 explicando, justificando: “Sólo vine a hacer una película”.

Cuando cuatro años después el rompimiento entre ambos fue definitivo e imposible cualquier componenda —nos habíamos perdido el respeto y la confianza en serio—, me pidió que renunciara por escrito a cualquier participación futura sobre Caminantes. De aceptar, me daría mil pesos por programa. Me lo propuso desde la cúspide de la impunidad que había conquistado por fin, es decir, tras las faldas de Rosario Robles. No tuve opción, firmé.


La increíble y triste historia del cándido Guashangüer y del Mostachón desalmado

A quien mucho ayudares
y no te agradeciere,
menos ayuda tendrás de él
cuando a gran honra subiere.

Infante don Juan Manuel


El anterior epígrafe es un verso que, a modo de moraleja, rubrica un cuento magistral del siglo XIV. En él se describen las sucesivas decepciones que padece un mago luego de que le enseñara su arte a un alto jerarca eclesiástico: éste, a pesar de haber prometido recompensar tales conocimientos, elude la retribución una y otra vez, y no cumple su palabra ni siquiera cuando se convierte en Papa: “Y don Illán se enojó entonces mucho, recordándole cuántas cosas le había prometido y no le había cumplido ninguna, y díjole que eso lo había sospechado desde la primera vez que hablara con él”.

Estos reclamos, proferidos hace setecientos años, se siguen reproduciendo idénticos en todas partes: matrimonios, empresas, y aun en mítines políticos: la ilusión ciega, deslumbrada por las promesas, como antesala de toda decepción; la mentira con piel de promesa como prólogo de toda traición: el sapo que acepta ayudar al alacrán, no bien el evidente aguijón; el alacrán que, a pesar de que depende del anfibio para cruzar el río, responde sin remedio, fatalmente, a su naturaleza maligna.

Vistas desde afuera, estas relaciones, más que trágicas, suelen ser, por obvias, cómicas —“lo había sospechado desde la primera vez que hablara con él”, confiesa tardía-mente don Illán—. Por ello, me parece que su expresión cenital se haya en los personajes de Mauricio Kleiff, El Guashangüer y El Mostachón, espléndidamente caracterizados por Eduardo Manzano y Enrique Cuenca: Carlos Franco y Luis Kelly condenados a permanecer unidos, como consortes de un rito inconsciente, “hasta que la muerte los separe”, sin importar vejaciones ni culpas mutuamente dispensadas.


Nuestra patética caricaturización alcanza, además, una curiosa fidelidad en los bigotes de Luis Kelly: plagiario incorregible, usurpador de tiempo completo, hasta eso le copió a su admirado Mostachón. “¿Hay cariño o no hay cariño? ¡Cómo te quiero condenadote!”, me habría dicho en diciembre de 1997, cuando nos volvimos a reencontrar en sus nuevas oficinas de la avenida Chilpancingo. “Rata inmunda, ¿qué quieres? ¿Una transfusión sanguínea? Ya no me puedes sacar nada más”, le habría respondido yo.

En cambio, nos saludamos con un abrazo, y a continuación me mostró, como salido de una chistera, su nuevo edificio de seis pisos. En realidad surgió de los servicios de producción de la serie “Preparen, apunten... ¡voten!” que produjo para Canal 40 en el marco de las primeras elecciones de jefe de Gobierno del Distrito Federal (a pesar de la jugosa sobrefacturación, un año después se quejaba de tener que seguir “mochándose” con los funcionarios de esa televisora que lo habían favorecido con ese contrato).

Nos reencontramos, en fin, porque en las semanas previas me había buscado a través de todos los medios imaginables. Era capaz de llegar a la abyección con tal de cumplir sus objetivos o, como él mismo confesaba, “lamer suelas, si es necesario”. No llegó a tanto. Bastó que me hiciera una oferta laboral por fin ventajosa y me pidiera disculpas en la promesa de reintegrarme Caminantes para que volviera la burra al trigo o María al manicomio.

Muy pronto descubrí la razón de su insistencia —no daba paso sin guarache—: con el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas como primer jefe de gobierno del DF se abrían altas expectativas de “hacer algo por ahí”. Me necesitaba tanto por mi calidad de realizador como por mi jerga de economista y, sobre todo, por mi simpatía con el perredismo: había apoyado desde la Facultad de Economía al Frente Democrático Nacional en todas y cada una de las batallas que libró en 1988 contra el temible trío De la Madrid-Bartlet-De la Vega Domínguez, y festejé exultante los triunfo electorales de Cuauhtémoc Cárdenas tanto el 6 de julio de 1988 como el de 1997.

Para lograr “hacer algo por ahí”, Kelly buscaba acucioso aproximarse al flamante director de Comunicación Social del GDF, Pablo Marentes. Esto, a pesar de su amistad con Virgilio Caballero, enemigo acérrimo éste de don Pablo desde que ambos coincidieran o, chocaran, mejor dicho, en Canal 11. Si era capaz de lamer suelas, ¿qué tanto era traicionar tantito a un (otro) amigo?

Paralelamente, ensayaba un salto mortal: explotar la relación de sus amigos Jacob Moret y Virgilio Caballero con la flamante secretaria de Gobierno del GDF: Rosario Robles Berlanga. Esta oportunidad se le presentó en enero de 1998 cuando un grupo de proveedores defraudados por Publicorp cerraron la avenida Chilpancingo en exigencia del pago de sus facturas (existe una versión de que el mismo Kelly creó el conflicto para poder llegar a Robles). Renuente siempre a pagar, Kelly se hizo pasar por víctima y le pidió a sus amigos Jacob Moret y Virgilio Caballero que intercedieran por él ante su influyente amiga Rosario.

Los tres fueron a verla al primer piso del Palacio del Ayuntamiento, y, gracias a esa primera reunión, surgieron algunas coincidencias afortunadas entre los futuros socios de “El Cochinito”: tanto Kelly como Robles habían sido vecinos en Echegaray, y de allí que tuvieran ciertos amigos comunes de la infancia. De buena gana, con mano firme, Rosario ayudó pues a su ex vecino mexiquense a quitarse de encima a sus defraudados.


Pero la verdadera oportunidad para llegar a la cabeza (Cuauhtémoc) se le presentaría unos meses después, en la primavera electoral veracruzana. Me pidió entonces que realizara la campaña publicitaria de Ignacio Morales Lechuga al gobierno estatal. Acepté en la esperanza de que, además del PT y el PVEM, lo apoyara el PRD. De pronto, allá en Coatzacoalcos descubrimos en el restaurante del hotel a un anciano que desayunaba, temerario, vodka y tabaco: era Vicente Silva Lombardo, otrora poderoso productor de cine y televisión.

Siendo nieto de Vicente Lombardo Toledano, había simpatizado en 1988 con la candidatura cismática del hijo del General Cárdenas, pero su simpatía por Cuauhtémoc no se restringió a un guiño mustio, sino que lo apoyó subrepticiamente desde el gobierno de Miguel De la Madrid, fuente de todo su poder. Luego del fraude electoral de 1988, el espurio presidente Salinas comenzó a cobrarle las facturas a quienes habían puesto en riesgo su coronación. Vicente Silva Lombardo debió huir entonces a Cuba, en donde afianzó su amistad con la familia Cárdenas a través de su relación con el actual gobernador michoacano, Lázaro Cárdenas Batel.

A nuestro regreso de Coatzacoalcos, llevamos a Vicente Silva al sexto piso de Publicorp. Él así nos lo había solicitado porque quería trabajar en la campaña de Morales Lechuga, y pedirle a Luis Kelly, de paso, un adelanto de diez mil pesos. Mientras le servían profusamente vodka en una salita de espera, Luis Kelly no salía de su asombro en su oficina: “¡Puta madre!”, me decía, “No lo puedo creer: este cabrón era un dios apenas hace diez años, y ve nada más...”.

Prometió que lo contrataría sólo para verlo cada mañana y recordarse así que el poder puede, sobre todo, perderse en cualquier momento (más el que se regala desde arriba, sostengo). En realidad lo ayudó para usufructuar sus contactos de la época dorada. Como un buitre que planea sobre una bestia moribunda, Kelly aguardaba los breves momentos de lucidez de Silva Lombardo para caer sobre él: “Acuérdate”, le rogaba libreta en mano, “dame un nombre”, suplicaba.Silva Lombardo balbuceaba, entre sorbo y sorbo de vodka, los nombres que su memoria obnubilada le dictaba. “Ése no: ya se murió... otro”, persistía Kelly.

Luego de varias semanas de andarse por las ramas, Kelly lo animó a agarrar valor para irse directo al tronco: Cuauhtémoc Cárdenas. Desde luego que los recibió. Es más, agradecido con su viejo amigo, el jefe de Gobierno los recomendó con Pablo Marentes para ver si se podía “hacer algo por ahí”. Claro que se pudo. Poca cosa, pero suficiente para que Vicente Lombardo se recluyera en una clínica de rehabilitación para alcohólicos, CESAD, y Luis Kelly intentara poner en práctica su oficio de globero: inflar facturas y darle oxígeno luego a los de adentro.

Lo intentó varias veces: primero a través de Salvador Núñez, lugarteniente de Pablo Marentes, y después abiertamente con el director de Comunicación Social del GDF. Cada vez que le rechazaban su propuesta de enriquecimiento fast-track, llegaba a la oficina con la misma exclamación: “¡Pendejos!”.

Fue así como ideó la fórmula de El Cochinito: si su gazmoñería republicana les impedía beneficiarse directamente con la sobrefacturación, debían entonces aprovechar su cargo público para fortalecer por anticipado la inminente candidatura a la Presidencia de su jefe, el ingeniero Cárdenas. El excedente de los recursos facturados serviría para adquirir desde ya los activos necesarios de esa campaña: equipo de audio y video, camionetas, imprenta, papel, tintas, efectos promocionales, etcétera, y tomar ventaja frente a los demás partidos. “Yo aquí se los guardo”, aseguraba. “Ni se los propongas”, le aconsejé, “ya no trabajan para el PRI”. Más voraz que temerario, lo hizo de todos modos.


El día que también le rechazaron su fórmula inédita estalló en cólera, y sólo se la bajó con un litro de ron. “¡Pendejos! Les estoy ofreciendo la Presidencia de la República en bandeja de plata y me la rechazan”, se quejaba. A partir de ese momento, se refirió a Cárdenas con infinito desprecio: “Largo”, lo llamaba en alusión al mayordomo de los Locos Addams.

También a partir de ese momento comenzó a apuntar su batería corruptora hacia su ex vecina de Echegaray, Rosario Robles, la mujer que, aún de calcetas, ya quería ser Presidenta de la República (como djo un rastrero Paco Ignacio Taibo II). Virgilio Caballero, amigo mutuo de ambos, sería una pieza fundamental en la relación Kelly-Robles y, a mi parecer, la clave que faltó para consolidar la relación Kelly-Marentes: el garante moral que precisa todo pacto mafioso, pues, toda vez que es imposible asentar por escrito los acuerdos ilícitos, la palabra entre los coludidos adquiere calidad contractual. Rosario Robles habría metido la mano al fuego por su amigo Virgilio y éste por Kelly. Asimismo, la relación Kelly-Robles se fortaleció de plano cuando, en una fiesta en casa de la familia Moguel Robles, salió a relucir el parentesco entre el esposo de Robles, Julio Moguel, y la madrastra de Luis Kelly (porque, evidentemente, no tiene madre).

“¡Dios sí existe, Dios sí existe!”, renegaba de su ateísmo galopante el lunes siguiente, cuando me comentó chillando de alegría esa increíble coincidencia.

Todo estaba listo para engordar El Cochinito. “Sólo falta que Largo se largue a hacer su campaña”, se desesperaba, seguro de que lo sustituiría en el cargo Rosario.

Así sería el 29 de septiembre de 1999, fecha en que Rosario rindió protesta como jefa de Gobierno, luego de que el ingeniero Cárdenas decidiera contender por tercera vez por la Presidencia de la República. A partir de ese momento, la maligna naturaleza de Luis Kelly comenzó a resurgir, invocada por el poder a la vista. Siempre era igual: en cuanto se fortalecía, detestaba estar cerca de aquellos a quienes les había lamido las suelas. Muy pronto mostraría su aguijón, sin comprender, que apenas comenzábamos a cruzar el río ni que, de responder a su naturaleza, nos llevaría a los dos la... corriente.


El Cochinito




“Ésta si tiene lo que le falta a Largo. Ésta sí va a llegar a la Presidencia de la República, y de eso me encargo yo”, me soltó exultante Luis Kelly, beodo hasta las manitas, a finales de octubre de 1999: Rosario Robles había aceptado la fórmula de “El Cochinito”.

El único inconveniente era que el presupuesto de Comunicación Social ya estaba casi agotado y había que esperar a que se aplicara el del 2000. Mientras tanto, una cámara de Publicorp se apostó a la diestra de Robles, como biógrafa privilegiada. Se grababan todas sus actividades, incluso sus reuniones sociales: había que ver lo bien que movía Rosario sus chamorros atocinados. Kelly me encomendó que editara esas grabaciones todos los días o, mejor dicho, todas las noches: tenían que estar listas a la mañana siguiente en el GDF. Al mismo tiempo, me solicitó que ideara los diferentes conceptos publicitarios para la inminente campaña promocional de la nueva jefa de gobierno.

Finalmente, los contratos de Publicorp fueron adjudicados veintidós días antes de que el Subcomité de Adquisiciones los autorizara, por órdenes expresas de Rosario Robles y sin que mediara, desde luego, licitación alguna. Ese fin de semana, Luis Kelly me exigió que desarrollara el nuevo concepto y los contenidos de la campaña: Para una gran ciudad, grandes acciones. “Me exigió”, digo, porque a partir de ese preciso momento — teniendo ya el dinero seguro— el lamesuelas se esfumó y resurgió el alacrán que elevaba amenazante su aguijón, deseoso de librarse de mí con la misma protervia que lo había hecho cuando Caminantes salió al aire. Más que decepción, sentí miedo: permanecía a mi espalda, literalmente, ahogándose en alcohol, abotagado de odio, supurando rabia por sus ojos. No festejaba: parecía recontar agravios inconfesables, ideando cómo habría de cobrárselos a cada cual.

A pesar de los muchos años que convivimos, nunca supe bien a bien cuál era el origen de ese rencor profundo que se manifestaba en su deseo troglodita de devorarse el mundo, de alzarse como el más chingón de los chingones. Supongo que por ser chaparro, prieto, feo y gordo (hay quien asegura que hasta el apellido se robó) sufrió apodos e insultos gravísimos a lo largo de su infancia; más humillantes serían las ofensas en la adolescencia cuando seguramente muchas mujeres lo rechazaron. También creo que el hecho de ser huérfano le provocó el deseo tenaz de resarcir ese despojo original. Quizás de ahí también su odio por Dios. No lo sé bien a bien. Al final, siempre concluyo que su Rosebud fue Calacán: fue tal su fracaso y tan sañudas las críticas a su ópera prima, que habría jurado vengarse de todos los que le arrancaron su sueño de ser cineasta. Algún día les demostraría quién era Luis Kelly Ramírez. El día había llegado.

Luego de la adjudicación de los contratos de “El Cochinito” en enero de 2000, las visitas de Rosario Robles a Publicorp fueron regulares. Siempre llegaba acompañada de Virgilio Caballero. Nunca de Agustín Granados, a quien seguramente nombró como su director de Comunicación Social sólo para que pagara las facturas. De hecho, fue él, junto con el oficial mayor del GDF, Porfirio Barbosa, los funcionarios que pagarían las cochinadas de “El Cochinito”.


Al comenzar a llegar los millonarios recursos para llenar la alcancía, el equipamiento de Publicorp fue espectacular. No sólo gracias a los 87 millones resultantes de los contratos, sino, además, vía la comisión que los medios pagan a las agencias publicitarias por la contratación de los espacios publicitarios. Si dicha comisión es del 17.65% y la pauta fue del orden de los 650 millones de pesos, ello significa que “El Cochinito” recibió 100 millones de pesos adicionales, es decir, cerca de 200 millones de pesos.

Tal como lo tenían previsto, ese dinero sirvió para crear la infraestructura necesaria de las futuras campañas de Rosario Robles. De tal suerte, comenzó la construcción de ese elefante blanco que es TV-de-mente.com (TV-de-mentis, para los cuates): el más moderno equipo de producción y postproducción audiovisual al servicio de Rosario Robles. Urgía terminarlo antes de diciembre de 2000 (cuando Robles dejaría el cargo) para poder contratar espacios publicitarios en ese medio apócrifo y obtener, así, unos millones adicionales. Fue inaugurado oficial, cínicamente el 2 de octubre de 2000 (¡No se olvida!), y durante los dos meses siguientes le abonaron, efectivamente, 11 millones de pesos vía publicidad para el GDF, a pesar de que nadie lo conocía ni veía: sólo Bertha Luján adveró la falacia de que su contratación se había debido a su liderazgo en el mercado.

Subrepticiamente se apoyaron, mientras tanto, las campañas perredistas del 2000, incluyendo la de Cuauhtémoc Cárdenas. El ingeniero impidió luego cualquier contacto con la empresa “de” su amigo Vicente Silva Lombardo, seguramente porque fue informado para entonces de la clase de delincuente que es Luis Kelly, y decidió en consecuencia, inteligentemente, contratar a Epigmenio Ibarra como su publicista. Luis Kelly hizo entonces el berrinche de su vida, y ni con la intercesión de Rosario Robles, Amalia García aceptó que se contratara a Publicorp para las campañas perredistas.

De cualquier manera y, a fin de fortalecer al equipo de Rosario Robles, se siguieron apoyando desde Publicorp, por debajo del agua, las campañas de los candidatos perredistas a diputados y senadores de Chiapas, el Estado de México y Michoacán, así como la de Graco Ramírez para senador por Morelos y señaladamente la de Raúl Ojeda para gobernador de Tabasco. Incluso, trabajadores de Publicorp fueron arrestados in fraganti en esta jornada electoral, y los habrían consignado por delitos electorales de no haber sido porque el Canal 40 de Xavier Moreno Valle y Ciro Gómez Leyva los hizo pasar comosus  reporteros, avalando así el ardid de Rosario de que no eran trabajadores del GDF, sino trabajadores de la comunicación.

Una vez que Rosario Robles concluyó su gestión, Luis Kelly temió que la alta popularidad que había alcanzado con la multimillonaria campaña del GDF se diluyera y se perdiera la oportunidad de alcanzar la siguiente meta: la Presidencia del PRD. Por eso, mientras el ala dura de Rosario pretendía adelantar la sucesión al interior de ese instituto político organizando grupos de choque para atacar a Amalia García en el Congreso Nacional del PRD que habría de efectuarse en Zacatecas en marzo de 2001, Luis Kelly me pidió el que sería mi último trabajo para él: idear un nombre y un concepto para una fundación de la que Rosario sería su presidenta. De esa manera, me dijo, “se la mantendría viva en los medios hasta que se haga cargo del PRD”.

Rosario habría sido efectivamente la presidenta de dicha fundación de no haber sido porque, apenas unas semanas después, saldrían a la luz pública sus trapacerías al frente del GDF. Entonces, como dijo Marx, “todo lo sólido se desvanecería en el aire” y no quedaría piedra sobre piedra de su monumental cochinito.


Y se hizo la voz

Como indiqué anteriormente, mi relación con Luis Kelly volvió a deteriorarse desde el momento mismo en que fueron autorizados los contratos de El Cochinito, esto es, en enero de 2000. Nuestras asperezas llegaron a tal grado que, apenas pasadas las elecciones de julio, me llamó a las 3 de la mañana a mi celular para informarme que estaba despedido. Yo estaba en Monterrey, haciendo unos trabajos para Notimex, y lo busqué en cuanto regresé al DF para aclarar las condiciones de mi liquidación. Durante dos meses me dio largas y pretextos, asegurándome que seguiría contratándome como freelance. “Espérate tantito, no seas desesperado”, me decía al teléfono.

Muy tarde me enteré de que los dos meses que esperé eran el tiempo reglamentario para poder presentar alguna demanda ante las juntas de Conciliación y Arbitraje. Socarronamente me había dejado en un estado de total indefensión legal.

La razón por la que llegamos a tal rompimiento fue la misma que tuvo don Illán para mandar al diablo al deán convertido en Papa: “Entonces se dirigió a él don Illán y díjole que ya no le podía dar más excusas para no cumplir lo que le había prometido”. Acaudalado y poderoso como estaba en 2000, tampoco Luis Kelly contó ya con ningún pretexto o promesa capaz de hipnotizarme en mi ilusa pretensión de “hacer cine”. Su juego había quedado al descubierto: era un tahúr de garito, un camandulero de vecindad. Sus órdenes comencé a desestimarlas y sus proyectos a ningunearlos.


Más aun cuando en junio de 2000 se llevó a cabo un proyecto que Chela Lora había planteado para hacer una película de Alex Lora, y Kelly me hizo a un lado con su gandayismo proverbial. Lo hizo, aun cuando ella nos buscó gracias a la espléndida realización del Caminantes que yo le había hecho a su marido, aplaudido incluso en Ventaneando, que entonces era acérrimo enemigo de todo lo que produjera Canal 40 dado el hurto que de ese canal hizo Xavier Moreno Valle en contra de su socio Ricardo Salinas Pliego. Así, pues, mientras yo grababa gasolineras en Azcapotzalco, “mi Rata Inmunda” se paseaba por España, Italia, Perú y Estados Unidos con El Tri.

Pero, felizmente, ese mismo año ya se me había presentado la oportunidad que había esperado inútilmente de su mano: hacer mi película. La hice con otro productor, but of course! En 1998 ya le había dirigido dos largometrajes, pero en esa ocasión, aunque el presupuesto fue igualmente miserable, tuve la oportunidad de escribir el guión y la fortuna de dirigir a Manuel Ojeda, Isaura Espinoza, Dulce María y Alejandro Bichir, así como el privilegio de que Pancho Sánchez y Jaime Casillas aparecieran a modo de padrinos, y de que Federico Bonasso escribiera su espléndida música. La película se llama Bienvenida y aborda el caso Trevi-Andrade desde la perspectiva de una madre de las niñas abusadas (más Guashangüers y Mostachones).

Durante la filmación vi con meridiana claridad por qué había sacrificado tanto, pasado hambre e, incluso, llegado a vivir en un cuarto de azotea durante los momentos más críticos de la recesión económica de 1995: por esos quince días de filmación. También temí entonces regresar al manicomio de Publicorp. Había sido una auténtica locura confiar en un tipo al que bastaba verle la cara para saber que no se le podía comprar ni un carro usado, como genialmente elucidó Guadalupe Loaeza al verlo una sola vez por televisión. Cambié entonces mi sonsonete de “Sólo vine a hacer una película” por un grito libertario: “Kelly es un hijo de puta”.

Se lo dije aun a la Corte de los Milagros que lo escoltaba, seguro de que ese sería el mensaje que le darían sus achichincles al regresar de su gira mundial. Así fue: apenas unos días después de su arribo, me despidió por larga distancia. Lejos de consternarme, esa madrugada tuve la certeza de que me libraba por fin de esa rémora parasitaria, y de que no volvería a hacerme pendejo.

Me equivoqué: luego de los dos meses en que me dio largas para eludir por la vía legal el pago de mi liquidación, comenzó a solicitarme proyectos para el GDF y los gobiernos perredistas recién electos. Me aseguraba que con esos trabajos le estaría pagando el carro que había adquirido con un crédito de la empresa y que aún conservaba en mi poder. Seguro de que no pensaba pagarme y de que lo del carro era otra de sus fullerías, finalmente un buen día le envié por fax el que sería mi último trabajo (mi propuesta para la fundación de Rosario) y dejé de tomarle las llamadas.

Cometió días después la cobardía de gritarle por teléfono a mi mujer. Le devolví enseguida la llamada, pero toda vez que tampoco me lo quisieron pasar, le pedí a su secretaria que le transmitiera mi mensaje: “Que chingue a su madre, aunque no la tenga”.

Así nos perdimos el respeto y la confianza para siempre. Luego, hasta el carro me robó efectivamente, toda vez que nunca aceptó firmar los recibo de los pagos que hice al respecto (todos sus tratos eran así, de palabra, mafiosos). Bajo amenaza de denunciarme “por robo”, y sabiendo que no tenía ninguna prueba para reclamar la propiedad, exigió que se lo devolviera. Decidí que si ese era el precio para obtener mi liberto, lo pagaría.

Le entregué las llaves en su oficina una madrugada de febrero de 2001, a las dos o tres de la mañana, hora en que me citó para hacer su fechoría: como los ladrones. Le recordé allí que teníamos aún pendiente la cuenta de Caminantes. Entonces, me hizo su generosa oferta: mil pesos por programa, pero, ahora sí, por escrito, con mi firma. No tuve opción: mi hijo nacería en tres semanas y no tenía aún lo del hospital.

A pesar de la usurpación de que era víctima, salí con una sonrisa, decidido a olvidarme para siempre de esa letrina. Si ya había perdido seis años en sus aguas putrefactas, no quería desperdiciar ni un minuto más anegado en el rencor por la mierda que debí tragar allí.Así habría sido si Robles no hubiera tenido el cinismo de demandar por difamación al periódico Reforma. Lo hizo simplemente porque la reportera Carolina Pavón dio a conocer algunas faltas administrativas de su gestión. De pronto, al ver a Rosario dándose baños de pureza en la PGJDF, se desbordó en mí toda la rabia hasta entonces contenida. Ya era hora de que se conocieran sus verdaderas cochinadas.

Dos meses después, luego de una exhaustiva investigación, el mismo Reforma sacó a la luz pública los contratos de Publicorp. Sin embargo, Luis Kelly recurrió a su viejo sonsonete para explicar el pillaje: “en publicidad uno cobra lo que quiere”, “no hay aranceles”, “el talento no tiene tarifario” (los mismos argumentos con que convenció a Robles para armarle su cochinito).

Sin nada más qué perder, simplemente porque Kelly ya me lo había robado todo, decidí dar la cara y explicar la verdadera razón de esa sobrefacturación. Mi testimonio apareció publicado en Reforma el 28 de mayo de 2001 y ese mismo día me apersoné en la Contraloría General del GDF, ante los medios, para ofrecer mi testimonio a las autoridades competentes.La guerra apenas comenzaba.


Libertad bajo el silencio

Salvo con mi esposa, no comenté con nadie más mi decisión de denunciar públicamente a Robles y Kelly. Todavía hoy me congratulo de ello, pues de otra manera mis amigos y familiares me habrían contagiado seguramente el miedo. Sé que, luego de setenta años de dictadura de facto, y en un país que tiene de por sí una profunda tradición autoritaria, ese temor no es gratuito, pero también sé que sólo desafiando a Los Chingones puede lograrse que México deje de ser una República bananera y se convierta en una auténtica democracia. En mi caso, la rabia y el vehemente deseo de hacerme justicia fueron mayores que ese miedo y lograron que mi voz agrietara esa lápida asfixiante.

Resentí las consecuencias de inmediato, tal y como lo escribí en una carta que apareció publicada en Reforma, y que transcribo debido a la vigencia que cada una de esas palabras conserva:

Una fuente que solicitó no ser revelada por temor a represalias, informó que... suele ser la fórmula ordinaria de filtrar información cuando ésta implica una denuncia ante los medios. Al hacer las graves acusaciones en torno al caso Robles-Kelly, supuse que la precisión de la información evidenciaría tácitamente mi identidad, por lo que preferí omitir dicha fórmula y dar el nombre y la cara, seguro de que así me granjearía protección frente a los señalados.

“Sin embargo, nunca supuse que las represalias no vendrían de ellos, sino de mi propio círculo profesional y personal: a una semana de la denuncia, perdí el empleo, me can-celaron dos proyectos publicitarios, algunos amigos no lo son más y, el colmo, mis familiares pasan del reproche a la vergüenza como si yo fuera el que le robó a la ciudad los 9 millones de dólares.

“Las represalias también vinieron de quienes dicen estar comprometidos con la verdad: en una entrevista se me criticó severamente ante el temor de que cunda mi ejemplo; en otras, más próximas al diván, se insistió en descalificar la denuncia al fincarla en el resentimiento, y hasta Brozo hizo escarnio de mi revelación —genial e ingenioso como siempre—, pero con argumentos relativos a mi actitud, mas no a la congruencia de la información ofrecida. Inclusive, la contralora Luján desestimó mi versión al calificarla de antemano como “subjetiva” y desacreditándola, por tanto, como posible línea de investigación, aun cuando todos los indicios ofrecidos apuntarían, de atenderse, hacia la comprobación de El Cochinito.

“El PRD, por su parte, en voz de Carlos Ímaz, ninguneó mi versión, con lo que, lejos de avanzar hacia la democratización que dicen enarbolar, se han venido clonando con la vieja guardia priísta al defender a la compañera Robles por consigna, no con base en una sana e indispensable investigación previa: su posición ha resultado tan mesozoica como aquella asumida en 1992 por la aplanadora para impedir en San Lázaro la investigación del fraude electoral de 1988.

“Si bien el país cambió de Partido en el poder, el pequeño priísta que llevamos dentro está más vivo que nunca: todos seguimos siendo corresponsables —por palabra, obra u omisión— del sistema de colusiones y complicidades que el priísmo entronizó en el seno de la conciencia nacional y que se expresa en la condena unánime, no al denunciado, sino al denunciante, y en su ridiculización a través de las figuras del chivatón y del rajón: “el ideal de la ‘hombría’ consiste en no ‘rajarse’ nunca. Los que se ‘abren’ son cobardes —revela Octavio Paz en su Laberinto de la soledad—. Para nosotros, contraria-mente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. (...) El ‘rajado’ es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe’.

“A causa de esta peculiar concepción que aún tenemos de la hombría y la lealtad, ha sido posible mantener la amplia red de colusiones y complicidades que sostiene al sistema en su conjunto, y que otra vez Octavio Paz nos revela magistralmente en el mismo ensayo: “Los fuertes —los chingones sin escrúpulos, duros e inexorables— se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El servilismo ante los poderosos —especialmente entre la casta de los ‘políticos’, esto es, de los profesionales de los negocios públicos— es una de las deplorables consecuencias de esta situación. Otra, no menos degradante, es la adhesión a las personas y no a los principios. Con frecuencia nuestros políticos confunden los negocios públicos con los privados. No importa. Su riqueza o su influencia en la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy atinadamente, de ‘lambiscones’ (de lamer)’.

“La transparencia en el ejercicio público y la claridad de sus cuentas, así como su fiscalización por parte de la ciudadanía, son valores indispensables de la democracia que, doy fe, nos siguen pareciendo, más que ajenos, lejanos o extraños, reprobables y condenables.

“El sistema que heredamos del PRI goza de cabal salud: aquí y ahora se castiga con mayor severidad al que denuncia que al denunciado. Es más fácil que siga cundiendo el ejemplo de Luis Kelly que el mío, toda vez que el silencio colusor persiste como valor social y como lubricante indispensable para que los mecanismos de corrupción sigan funcionando sin dificultad y, desde luego, sin temor a represalias”.


“Lo siento, pero tenía que hacerlo”

Evidentemente, al decidir hacer público lo que Rosario Robles se tenía bien guardadito, preví que a un señalamiento así le correspondería una réplica igualmente grave. Lo que nunca sospeché fue que la andanada no provendría tanto de los señalados como de sus cancerberos apostados en los medios, tanto en La Jornada pero sobre todo en Canal 40.


La campaña de linchamiento que ordenó en mi contra el subrepticio director de Comunicación Social del PRD de aquel entonces, Ciro Gómez Leyva, no respondió sólo a la simpatía partidista que puede obnubilar aun a los periodistas, sino a intereses económicos concretos: durante su breve paso por la jefatura del gobierno capitalino, Rosario privilegió a Canal 40 por encima de medios verdaderamente importantes, dada su amistad con Virgilio Caballero. No sólo benefició a ese medio marginal con la producción de un programita semanal para halagar a Rosario Robles, conducido por el propio Virgilio, sino que ordenó que se le autorizara una pauta publicitaria de 40 millones de pesos, lo que representa el costo más alto por impacto (televidente) que se haya pagado jamás en la televisión mexicana, considerando el irrisorio rating de Canal 40.

A cambio de tantos privilegios, Cero puso a disposición de su mecenas el noticiero nocturno como su foro permanente de promoción (¡había que ver esas entrevistas serviles del temible Gladiator!) y, como comenté anteriormente, le sirvió de tapadera cuando los trabajadores de Publicorp fueron arrestados en Tabasco durante la jornada electoral del 15 de octubre de 2000. Ese domingo, el propio Javier Moreno Valle salió a cuadro para avalar la impostura de que eran reporteros de su televisora. Ni siquiera se ruborizó al declarar que, con su arresto, se estaba cometiendo “un atentado contra la libertad de expresión”. Y es que Rosario era su mejor o, mejor dicho, única carta para culminar su guerra contra TV Azteca: les urgía llevarla a la Presidencia de la República para esconderse tras sus faldas.

De allí se entiende la emboscada que me tendieron para que acudiera al paredón de CNI. A fin de convencerme, utilizaron a Aziyadé Sabines, a quien había conocido en casa de su tío, el poeta Jaime Sabines. Amigos como éramos, la había acompañado hasta el panteón Dolores a depositar los restos del gran poeta. Ella misma me ofreció la garantía de que ese espacio sería para que me defendiera de las descalificaciones de Luis Kelly. Caí en la trampa.

Fue una auténtica Chinameca postmoderna: durante el interrogatorio, que no entrevista, fui vejado por un Ciro furioso, iracundo, decidido a desacreditarme en vivo y en el ánimo de que no quedara duda alguna de la impecabilidad de su mecenas y para que ésta no tuviera tampoco ninguna duda de que yo no pertenecía a Canal 40. En el colmo del cinismo, quiso hacer perentorios mis méritos como realizador. Apenas unas semanas antes, mi documental sobre el exilio chileno había ganado el premio al mejor documental de la Red Latinoamericana de Televisoras, pero ni eso pude mencionar por sus constantes agresiones. Ni un debate con Luis Kelly habría sido tan áspero. Pero para eso tenía a su perro de guardia, al que le agradecía sus servicios con las croquetas Top Dog que le arrimaba a sus espacios publicitarios

Al concluir el interrogatorio, off the record, Cero me extendió la mano y se despidió como los gángster que han cumplido las órdenes del capo: “Lo siento, pero tenía que hacerlo”.


Por eso también Víctor Trujillo dejó de combatir a los corruptos y dirigió su artillería contra el denunciante. Incluso, en su decisión de salvar a Rosario y, por añadidura, al canal, dejó de ser el patán gallofero que cada mañana hacía apologías del alcohol, que incluso tenía a un beodo por reportero vial. En esos breves minutos que me dedicó transfiguró a Brozo en un payasito de fiesta de Polanco que parecía decir “¡Pobre del hermano cocodrilo!”: las noches bohemias se convirtieron en juergas de perdulario, los ligues en acosos sexuales y un simple accidente de tránsito en un delito descomunal, digno de su escarnio brutal. En su favor, sólo puedo decir que, al menos, nunca negó lo que siempre ha sido: un pinche payaso.


Por eso también, Denise Maerker se olvidó de la recomendación con que meses antes me había favorecido ante Sabina Berman para que hiciéramos un programa juntos. Amnésica, se sumó a la campaña de linchamiento, y también quiso descalificarme con el que es mi único “crimen”: el ridículo accidente vial que tuve una noche de copas (si Luis Kelly no ha chocado, no es sólo porque cuente con chofer, sino porque éste le provee cada mañana la medicina colombiana para contrarrestar sus dosis etílicas de mastodonte). Pero, desesperada por lavar a su mecenas, Denise echó mano de esa ridícula bola de lodo, y aun quiso ver en mí a un temible conspirador de TV Azteca, basando su vesánica conje-tura en la oferta que alguna vez le hice para que condujera un programa político para esa televisora.

Así había sido porque Luis Kelly pretendió en 1999 aplicar su infalible fórmula de globero con Tristán Canales y, en consecuencia, me pidió que le hiciera un programa sobre la disputa presidencial del 2000. Denise estaba entonces fuera del aire y yo la admiraba en serio. No sólo por su belleza de pasarela, sino por su perspicacia de niña. Nos reunimos en El Péndulo de La Condesa (¿en dónde más?).  Fue una velada deliciosa, que se prolongó por dos horas y en la que ella pareció entusiasmarse con mis ideas. Tan es así que me ofreció incluirme, más bien, en sus proyectos, pues, inteligente como es, rechazó enseguida mi propuesta indecorosa: “¿Quién es Luis Kelly?”, ninguneó avispada.

De cualquier manera, convencida de mi talento y de mis buenas intenciones, me recomendó a su amiga Katia, otra belleza germánica, quien debutó espléndidamente en ese piloto, pero el que, desde luego, nunca salió al aire. Sin embargo, fue gracias a la realización de ese piloto que Denise me recomendó un año después con su amiga Sabina Berman para que la ayudara a hacer aquel programa de Canal 11 al que aludí antes. Me reuní con ella y con Isabel Tardán en su peliculesco apartamento de La Condesa (¿en dónde más?). Tampoco se llevó al cabo, pero no porque hubiera sido otro globo envenenado, sino a causa de ese pretexto que debiera colocarse a modo de letrero de bienvenida en todas las televisoras y casa productoras del país: “No hay presupuesto”.

Amnésica hasta la lobotomía con tal de salvar a su mecenas, Denise me lanzó la amenaza definitiva a las puertas de Radio Fórmula, luego de haberme hecho comparecer ante el tribunal de la Santa Inquisición en que convirtió su programa Atando cabos para juzgarme por mi delito vial: “No sabes lo que has hecho: te has echado encima a todo Canal 40. Ya verás”.

Por la misma conveniencia de salvar a su mecenas, echó por la borda su inteligencia teutónica, y una mala noche hizo la pregunta más infame que periodista alguno haya hecho jamás (ni Lolita de la Vega ha llegado a esos niveles de abyección): “¿Por qué no defiendes a Rosario, Manuel?”, le recriminó colérica a López Obrador con ese modito de junior que le permite tutear a quienquiera. “Porque soy jefe de gobierno, no defensor de oficio de Rosario”, respondió López Obrador, sin aceptar que para eso estaban sus achichincles Bernardo Bátiz y Bertha Luján.

Es evidente que el que ataca se expone a ser atacado. Por eso nunca he lamentado los ataques que recibí de Rosario y Kelly. Estaban en todo su derecho de responder a mi denuncia, aun con calumnias y difamaciones como lo hicieron. Pero en el caso de Ciro, Denise y Víctor Trujillo lo que repugna es su impostura de periodistas “progresistas”, “objetivos”, “imparciales”, cuando en realidad sus críticas hacia mí tenían el despropósito de ocultar la verdad, en beneficio de su alianza política y económica con Rosario Robles.

En rigor, reprodujeron las mismas tácticas que utilizaban “los soldados del Presidente” (Emilio Azcárraga Milmo, dixit) para denostar a los críticos del viejo régimen priísta: testimonios espurios, tergiversación de la información, emboscadas mediáticas. Más execrable esa patraña en el caso de los cancerberos de Rosario porque su impostura estuvo avalada, por principio, por consigna, por la mafia intelectual que mantiene secuestrada a la opinión pública mexicana: Los-Abajo-Firmantes de esos desplegados prepotentes, mamones, que aparecen cada vez que sus cuotas de poder se ven amenazadas, y que socarronamente hacen pasar como “expresiones libres y democráticas en defensa de los legítimos intereses del pueblo mexicano” (rollo es lo que les sobra).En la doble moral de esos intelectuales mafiosos, la Izquierda tiene —como la muerte en Edmundo Valadés— permiso, ora de cometer las peores atrocidades: Rosario Robles no cometió ningún acto de corrupción con su Cochinito, simplemente planeó un mecanismo estratégico para la toma definitiva del poder (en la esperanza, claro, de que siendo Presidenta de la República les asignara, “en bien del pueblo de México”, becas vitalicias, embajadas europeas, institutos y presupuestos culturales).

A la vista de la catástrofe en que concluyó la alianza que Cero Gómez Leyva construía con Rosario y que comenzó a desmoronarse con mi denuncia —el pobre se infartó el mismo día que su jefa renunció a la presidencia del PRD— le extiendo desde aquí la mano y le digo igualmente: “Lo siento, pero tenía que hacerlo”, mas no por motivos lacayunos como él, sino por dignidad, coraje.

Y, sobre todo, lo hice solo, sin mecenazgos castrantes.


Entre fuego (amigo) cruzado

El 28 de junio de 2001, exactamente un mes después de haber sido publicado mi testimonio, tocaron al mediodía en mi puerta del departamento que habitaba en la colonia Escandón. Por la mirilla descubrí a un tipo con aspecto de agente paramilitar, de suyo sospechoso. Al acto encerré a mi esposa y mi bebé en una de las recámaras. Segundos después escuché ruidos en la cocina. Corrí hacia allá, y vi que el sujeto entraba ya por la ventana. Llevaba un desarmador en la mano. Más asustado que audaz, le grité que se largara. “Ora sí te vas a morir, cabrón”, me respondió mientras intentaba librar los trastes del fregadero.

Salí disparado hacia el balcón y, a causa de la carrera, derrumbé el marco del ventanal. Supongo que el estrépito le hizo pensar al sicario que se trataba de un disparo. Volvió a salir por la ventana de la cocina, mientras yo pedía auxilio a gritos. Los policías que vigilaban las oficinas de ICA de enfrente corrieron tras de él en cuanto salió a la calle. Dudo que lo hubieran alcanzado de no haber sido porque Mara Escalante, la popular comediante, le metió valientemente el pie y lo hizo perder vuelo. Mara iba a su clase semanal de canto. Su maestra era mi talentosa vecina Teresita Magaña.

Aun cuando fue aprehendido in fraganti, se lo dejó en libertad dos días después. Más sospechosa esa decisión judicial si se considera que el sujeto estaba confeso, según lo prueba el Informe de Investigación reportado por la policía judicial a la 30ª agencia investigadora con fecha 29 de junio de 2001: “que (un familiar) lo contrató (al sujeto) para que le diera un susto al hoy denunciante, y que le aclaró que únicamente se trataba de darle un susto, ya que no querían que lo matara, y a cambio recibiría la cantidad de 20,000 pesos en efectivo hasta que realizara “el trabajo”, y que no recibió ningún anticipo, agregando que por instrucciones de su familiar un taxi lo esperaría en las inmediaciones del lugar. Al cuestionarlo en relación a la identidad del familiar que lo contrató, el entrevistado optó por cambiar la versión indicando que no es un familiar sino un conocido de él la persona que lo contrató y que no recuerda el nombre ni el domicilio agregando que el dinero lo pagaría ROSARIO ROBLES a través de el sujeto que lo contrató”.

Es de párvulos concluir que Rosario habría sido la menos interesada en exacerbar el escándalo con una nota roja. De allí que los autores intelectuales parecieran haber tenido más bien la aviesa intención de endilgarle “el muertito” a ella. De cualquier modo, la confesión estuvo ahí, reportada por la policía judicial, y, al omitirla, la Procuraduría perredista incurrió en el mismo delito de asociación delictuosa que denuncié ante su Ministerio Público. Si alguna duda pudiera quedar al respecto, baste señalar que, tras conocer dicha confesión, el fiscal de la Delegación Miguel Hidalgo, Luis Genaro Vázquez, declaró en entrevista con Reforma que “Debido a que el presunto delincuente tiene dos acusaciones, no tiene el beneficio de la libertad bajo fianza, ya que la asociación delictuosa con base en el artículo 164 del Código Penal alcanza un castigo de 5 a 10 años de prisión...”,

Apenas un día después, el sábado 30 de junio de 2001, el sujeto fue puesto misteriosamente en libertad. La orden sólo pudo venir desde arriba y desde adentro del gobierno capitalino —allí donde René Bejarano despachaba como secretario particular de López Obrador—, y a donde yo había acudido dos días antes del atentado para solicitarle públicamente al jefe de Gobierno que incorporara mi testimonio a las investigaciones del caso Publicorp. En congruencia, le había dejado mi dirección para ser citado. Lo que nunca llegó fue el citatorio.


Hoy no me queda ninguna duda de que el autor intelectual de ese atentado fue René Bejarano: fue él quien filtró los contratos de Publicorp y quien tuvo en su escritorio mi dirección (estaba en la carta que le entregué a su jefe dos días antes). Le urgía deshacerse de Rosario Robles para despejarle a López Obrador el camino a la candidatura perredista para la Presidencia de la República. Con la sospecha de un muerto sobre sus espaldas, difícilmente Rosario habría seguido adelante luego del escándalo de “El Cochinito”.

Si bien no tengo ninguna duda sobre la participación de Bejarano en ese acto criminal (y me basta la obviedad como prueba), sí dudo en cambio, y mucho, que su jefe, el impoluto López Obrador, no haya estado al tanto de las actividades facinerosas de su secretario particular. Lo dudo muchísimo. De cualquier manera, como dijera Sam Rothstein, el personaje brillantemente caracterizado por Robert de Niro en la película de Martín Scorsese, Casino: “Si lo supo, y no hizo nada, es cómplice; si no lo supo, es pendejo”


Cuervos amarillos


Bien dice el refrán que al que cría cuervos, éstos le sacarán los ojos. Si en lugar de la valiente honestidad con que nos salió López Obrador, hubiera hecho real su Honestidad valiente, otro gallo le cantaría, y seguro tendría más plumas que el gallinazo en que lo han dejado sus verdaderos conspiradores: sus compañeros de Partido y, en particular, Rosario Ro-bles, quien evidentemente se cobró con los videoescándalos los golpes bajos que René Bejarano le había venido dando desde que llegó al GDF; artimaña mediática que tenía el propósito colateral de bajar a López Obrador de las encuestas para poder colarse, así, a la puja por la candidatura perredista a la Presidencia. Pero, no: lejos de consignarla, la Procuraduría capitalina fue su guarida y Bernardo Bátiz se convirtió en su defensor de oficio. Las pruebas para llevarla a juicio estuvieron en la Contraloría del DF y en la PGJDF desde mayo de 2001.

Tan es así que Publicorp fue multado y Agustín Granados y Porfirio Barbosa suspendidos por ese caso. Aún más, “El Cochinito” pudo haber sido demostrado irrefutablemente el 9 de agosto de 2003, fecha en que Rosario debió dejar su cargo al frente del PRD luego de los magros resultados electorales arrojados por su dirigencia: ese día cometió un desliz revelador al declarar que, en la deuda que le heredaba a su partido, “no aparece, como se afirma, la agencia encargada de nuestra campaña...” Es evidente que si Publicorp no aparece como acreedor del PRD sólo puede deberse a dos razones: porque Rosario privilegió su pago aun por encima de acreedores tan poderosos como las televisoras, o porque esa agencia aceptó condonar su deuda. Cualquiera de los dos escenarios confirmaría la relación mafiosa que Rosario Robles sostuvo con Luis Kelly desde septiembre de 1999.

Bien dice Nietzsche que lo que no mata, fortalece, porque al exculparla por consigna, Rosario pudo seguir delinquiendo con alegre impunidad, y preparar ese “cuatro” de película (o de video) a la administración pejista.

Nadie con dos dedos de frente puede tragarse su argumento de que no sabía nada de los actos corruptos de Carlos Ahumada (¡cuánta discreción tienen los hombres de hoy con sus mujeres! Ni ella, ni la señora de Bejarano ni la de Ímaz se enteraron de nada. A Ciro con ese hueso). La excusa de que, estando tan cerca de Ahumada no necesitaba de mandaderos para recoger dinero, es una expresión más de su cinismo: no mandó a Bejarano a recoger dinero, sino al matadero. Claro que alguien dirá que su participación en el complot resulta improbable toda vez que uno de los “chamaqueados” fue su amigo Carlos Ímaz. Quien lo diga no está sino convalidando la razón por la cual decidió sacrificarlo. Mi tocayo Ímaz, en cambio, lo advirtió enseguida: por eso delató a su amiga en cuanto vio el primer video.

Quien dude de las villanías de Rosario no conoce a los cuervos. Y menos a los amarillos.


Y, de pronto, el vacío


Ese 28 de junio, ocho horas después de que el sicario fue aprehendido, mi familia ya iba en un avión hacia un destino nacional más seguro. Yo decidí quedarme para participar en las diligencias ministeriales y cerrar mi participación en el caso. No sólo acudí al Ministerio Público de la delegación Miguel Hidalgo —mero hotel de paso del criminal—, sino a la Fiscalía Especializada de Delitos Electorales y a la Contraloría del GDF. A Bertha Luján tuve que llamarla para que me recibiera porque, decidida a exonerar a la compañera Robles por consigna partidista, no le interesaba integrar mi testimonio a las investigaciones del caso. También me presenté en todos los medios que me brindaron generosamente sus espacios (salvo el radiofónico de Cero Gómez Leyva, porque no era generoso, obvio, sino inicuo) para denunciar, ora, el evidente encubrimiento de Robles por parte de López Obrador y la probable colusión de su gobierno en el atentado en mi contra.

Tres días después, luego de que misteriosamente dejaran en libertad al criminal —in fraganti y confeso, insisto—, comencé a recibir las primeras amenazas telefónicas. Para entonces sabía que debía cuidarme tanto de los roblistas como de sus contrincantes. Era un blanco demasiado fácil para cualquiera de los dos bandos. Además, se abrió, de pronto, un tercer frente: Publicorp.

A través de un amigo común, Luis Kelly me mandó una amenaza tácita en esos días: no tenía ya control sobre su gente. Los estaba despidiendo “por culpa mía” y no podría responder por sus acciones, amagó. Habiendo trabajado en esa empresa durante tantos años, sabía la clase de galloferos y contrahechos que solía contratar: una auténtica corte de los milagros. Los contrataba Filipón Kelly porque, decía, eran como los perros callejeros que se adoptan: entre más corriente, más leales. En cambio, no admitía que los contrataba porque una jauría así recibía su sueldo de hambre como si fuera maná. Al colgar el teléfono supe que la advertencia de Kelly iba en serio, pues como bien alerta Marx, el lumpenproletariado es capaz de los peores crímenes cuando la burguesía se sirve de su miseria e ignorancia.

Por otra parte (o flanco), mi círculo de amigos y familiares acabó por replegarse luego del atentado. No tenían la confianza ni siquiera de hablar por teléfono por temor a que la línea estuviera intervenida. Por prudencia, yo mismo evité buscarlos en lo sucesivo. De tal suerte, acosado por todos los frentes, y desprotegido aun por la prensa (la nota comenzó a desinflarse), acabé por perder el sueño. Y no es metáfora: al menor ruido despertaba aterido en la soledad de mi departamento y la menor sombra al doblar el pasillo me hacía correr en dirección opuesta. Varias noches dormí encerrado con pasador en el baño. Por las mañanas, abrir la puerta del departamento devino protocolo del miedo: le llamaba por teléfono a mi vecina Teresita para que observara por la mirilla de su puerta si el paso estaba libre, y luego ella me devolvía la llamada para darme luz verde. Los hoteles comenzaron a ser el único espacio seguro, y para llegar ahí debía cambiar varias veces de taxi.

Por supuesto, había solicitado protección en la delegación Miguel Hidalgo (panista) el mismo día del atentado. La respuesta, sin embargo, fue espeluznante: la policía no dependía del delegado, sino del jefe de Gobierno del DF. De cualquier manera, se la solicité al jefe policíaco de la demarcación. Me regaló entonces una joya del mesozoico autoritarismo mexicano: “Mejor lo encerramos aquí para que aprenda a no andar diciendo lo que no debe. Aquí va a estar bien seguro, ya verá”.


Al otro lado del río, entre los árboles

“¿Estás hablando en serio?”, era la reacción común cuando decía la verdad sobre mis alianzas en el caso Robles-Publicorp: no había ninguna. Era un simple ciudadano que estaba actuando por su propia cuenta, solo, sin protección ni padrinazgos políticos.

Al cabo de varias entrevistas, sobre todo radiofónicas, fueron los periodistas quienes, al despedirse, lo hacían con un grave: “Cuidado”. No era el aséptico “cuídate” que se usa irreflexivamente, simple sinónimo de adiós, sino “Cuidado”: firme la mano, penetrante la vista; un consejo solidario, una advertencia basada en la experiencia.

También fueron ellos quienes me hicieron ver el verdadero tamaño de los caballos que traía encima (yo estaba entre las patas): "Estás en medio de la batalla por la Presidencia entre López Obrador y Rosario Robles. Si no estás ni con Dios ni con el diablo, te van a usar de carne de cañón". Y otra vez: “Cuidado”.
Un día después del atentado, al cabo de una de mis últimas entrevistas, fue otro periodista quien me señaló por primera vez la que habría de ser mi única salida: “Vete a Canadá, seguro allá te dan el refugio. Aquí te van a partir la madre tarde o temprano".

Lo consulté esa noche con mi mujer, vía telefónica, desde uno de los hoteles de Avenida Revolución que me sirvieron de refugio. Su respuesta fue rotunda: “Yo te sigo al fin del mundo”. “Pero sí ya estamos aquí”, bromeé. “Tonto”, me dijo sabia.

No me tomó más de tres días decidirlo: claro que me iría. No pensaba pasar el resto de mi vida de la única manera que se avizoraba a partir de mi condición de denunciante: sobresaltado por el menor ruido, pegados los ojos al espejo retrovisor del auto, a la mirilla de la puerta, a las ventanas de la sala; desconfiando aun de las sombras, mientras los verdaderos delincuentes, Kelly y Robles, dormían y se paseaban a sus anchas. Pero, sobre todo, no pensaba regresar cada noche a mi casa con el terror de que mi familia hubiera pagado, en mi ausencia, el precio de mi rencor (si tuve valor fue, insisto, por deseo de hacerme justicia de la única manera posible en un país secuestrado por la mentira y el cinismo: por la propia mano o, en mi caso, por la propia la voz).


A toda prisa desmantelé mi departamento. Más que pesar, sentí que me alejaba por fin del rumbo calamitoso que había tomado mi vida desde que tuve el mal sueño de hacer cine. No tuve tiempo ni ganas de vender mis cosas. Decidí, más bien, recompensar con ellas al policía que había arriesgado su vida para detener al sicario, y para quitarle, de paso, el amargor que le quedó al enterarse que el pusilánime Bátiz lo había dejado en libertad. Feliz, se llevó sala, comedor, refrigerador y, mejor aún, la cuna, los juguetes y la carreola de mi bebé. Su esposa estaba embarazada.

Lo despedí con un abrazo y un consejo que espero haya atendido: “La próxima vez, corre, pero para esconderte. Hazlo por tu hijo. Estos cabrones no valen la pena”.

Para entonces, un familiar aceptó prestarme un departamentito que tenía desocupado en la colonia Postal. A fin de que fuera totalmente seguro, llegué ahí de madrugada: a esa hora se puede saber con certeza si alguien te anda venadeando. Cuando recuperé ese nivel básico de seguridad, mandé traer de vuelta a mi familia. Un hermano me hizo el favor de pasar por ellos al aeropuerto y los alojó en su casa. También de madrugada los llevó a mi refugio, donde nos reencontramos. Durante quince días permanecimos escondidos allí, bien avituallados, mientras un hermano arreglaba los trámites relativos al vuelo. Nosotros sólo salíamos a hacer los trámites indispensables. Pero por ser verano, los lugares escaseaban en las aerolíneas y la espera fue desesperante en serio.

Finalmente, a las 9:00 a.m. del viernes 3 de agosto de 2001, el Boeing 747 de Japan Airlines que abordábamos despegó del Distrito Federal. Las azafatas voltearon extrañadas al escuchar que mi mujer y yo aplaudíamos. Estábamos dichosos, a pesar de que lo habíamos perdido todo, de que llevábamos menos de mil dólares en la bolsa y de que a nuestro arribo no nos esperaría nada ni nadie. Nunca nos habíamos sentido más unidos ni optimistas.

Seis horas después, aterrizamos en territorio canadiense. Pero ya no aplaudí porque comencé a sentir un miedo tenaz: todo misterio transgredido hasta entonces era una mera caricatura frente a la dimensión del enigma que tenía enfrente. Al descender del avión, me tranquilizó ver las colas kilométricas que se formaban frente a las cabinas de migración: así retrasaba el momento definitivo. Mi estómago se achicaba a la par de la cola, y en dos ocasiones debí ir al baño a vaciar los estragos del miedo. Finalmente, me vi apostado frente a una oficial de migración. Entonces, tomando fuerte de la mano a mi mujer, dije las palabras que jamás pensé pronunciar en toda mi vida: "Please, help us! We need protection".

En lugar de la deportación que tanto había temido, la oficial me hizo varias pre-guntas. Delegó luego la decisión inicial en su superior: un hombrazo de casi dos metros, pero con la mirada noble de un san bernardo. Fue él quien nos condujo a una sala privada, y su primera pregunta fue: “How are the kids?”.

Minutos después, sus subordinados nos llevaron sandwiches, frutas y jugos: sabían a lágrimas. Y lejos de interrogarnos, cada hora entraban para preguntar: “Are you okay? Do you need something?”. “Please, let me smoke!”, les rogaba yo, y ellos negaban con una sonrisa inclemente. Una vez liberado del estrés de los últimos dos meses, me atacó allí mismo una gripe súbita. Todos mis músculos y huesos parecieron vengarse así de los litros de adrenalina excretados. Pero al menos así apacigüé los reclamos autoritarios de la nicotina.

Luego de ocho horas en las que debí llenar varios formularios y explicar a detalle las razones por las cuales solicitaba refugio, nos hicieron pasar con el director en turno. Tenía sobre su escritorio el expediente que yo había preparado desde México y un traductor se lo explicaba a detalle. Aunque el interrogatorio no fue fácil, sí lo fue cordial y respetuoso. Al final concedió que éramos los primeros mexicanos a los que les extendía por convicción los documentos migratorios que nos reconocían, a partir de ese momento, como Refugee Claimants (Solicitantes de refugio), y por tanto, con derecho a permanecer en Canadá hasta que se resolviera el juicio ante una corte de la Junta de Migración y Refugiados. De ser favorable el fallo, seríamos considerados Refugiados de la Convención de Ginebra, protegidos por el gobierno de Canadá y con derecho a obtener la residencia permanente para vivir en ese país.

La resolución se tomó quince meses después: el 25 de noviembre de 2002, luego de tres audiencias en la que mi abogada y yo debimos presentar todas las pruebas posibles y responder a preguntas incisivas, inteligentes y hasta capciosas de parte de un juez que por momentos pareció defender a mis enemigos. Si lo hizo, fue sólo porque no quería equivocarse en su decisión.

No lo hizo, desde luego. Ya está más que visto quién es Rosario Robles y el gobierno perredista del DF: resultaron ser la misma vacilada democrática que el PRI. O peor, porque el PRI —hay que admitir— llegó a sacrificar a muchos de sus hombres (poderosísimos algunos de ellos) en el ánimo de legitimar a sus gobiernos y de acicalar la disciplina interna. En cambio, “Chávez” Obrador —el retorcido jefe de Gobierno que arenga a las masas al menor reclamo judicial— impide la transparencia informativa, encubre a los maleantes incrustados en su gabinete y pregona cínicamente que no es pecado robar sino que te graben.


Volver a empezar



En todo este tiempo he podido constatar que el inmenso territorio canadiense sólo es superado por la generosidad de su pueblo y la humanitaria solidaridad de su gobierno. En unas cuantas semanas, este país me restituyó lo que en México me habían arrebatado desde siempre Los Chingones: la esperanza de una vida digna y la confianza en los otros.

A pesar de que llegamos prácticamente sin nada, hemos podido sobrevivir tres años gracias a la generosa ayuda de este gobierno. A los pocos días de nuestro arribo recibí pasmado un préstamo del fondo humanitario de la reina Elizabeth II por 300 dólares para poder rentar nuestro departamento. Mayor fue mi asombro cuando, ante las dificultades obvias de todo comienzo, el gobierno nos asignó una ayuda mensual, sin la cual nos habría sido imposible sobrevivir. Pero no sólo eso: también me apoyaron con el pago de los honorarios de la abogada que pelearía con denuedo y éxito mi caso ante la corte de migración. Pero el acto que me conmovió hasta las lágrimas fue recibir la cuna de mi bebé con una nota de buenos deseos por parte de la trabajadora social del Ministerio de Recursos Humanos. Los niños entraron a la escuela sin solicitarnos fotocopias, foto-grafías, cartillas, actas ni colas engorrosas. Ni siquiera nos preguntaron si hablaban inglés. Hoy ya cantan el himno de Canadá cada lunes y en lugar de “papá” me dicen “daddy”.

Para salir adelante también recibimos el apoyo de iglesias, organizaciones civiles y aun de otros inmigrantes, quienes durante las primeras semanas se aparecían a las puertas de nuestro departamento con sillones, sillas, mesas, juguetes y aun un televisor. Así fue como recuperé muchas de las cosas que le había regalado a aquel policía bien bragado.

Por eso, más que la belleza urbana y el paradisíaco entorno natural de este país, son su gobierno humanitario y su pueblo solidario los que nos sedujeron desde el primer día: la honestidad y el respeto se respiran con la misma abundancia que su oxígeno septentrional. Ni un solo día nos han hecho sentir extranjeros, y muy pronto nosotros dejamos de sentirnos así. Y es que la diversidad racial, cultural y religiosa de Canadá es tan rica —multiculturalismo le llaman— que no es posible sentirse parte de mayoría o minoría alguna. Es un auténtico país de inmigrantes que se nutre de la sangre de todas las razas y se vigoriza con la sabiduría de todas las culturas. A partir de este encuentro multinacional, avanza galopante la tolerancia en los corazones porque uno descubre muy pronto que todos somos la misma cosa y estamos en el mismo barco. Para qué andarse con diferencias triviales y tribales como el color de la piel o la deidad del altar.

La mayor dificultad fue, desde luego, insertarme en el mercado laboral: dónde, cómo, con quién. Pero aun en este aspecto obtuve el apoyo de organizaciones de auxilio a inmigrantes a través de un curso de inmersión a mi nuevo país. Muy pronto fui contratado por una empresa de comunicaciones para editar un documental sobre la dictadura en Chile: Twenty Years of Silence. Esta oportunidad se me concedió gracias al documental sobre Chile que realicé en TV UNAM, y cuyo premio en Punta del Este sólo causó en México indiferencia y aun desprecio.

También he venido retribuyendo algo de lo mucho que he recibido por medio de mi modesta colaboración como traductor voluntario para la organización no gubernamental Lawyers’ Rights Watch Canada, experiencia que me ha permitido conocer de cerca las atrocidades que se siguen cometiendo en México (aunque también me ha hecho sonrojar, sobre todo con el patético caso de Digna Ochoa). Por la misma razón, he colaborado con una columna semanal para un medio local que atiende a la comunidad latina. Aunque modesto, este medio me ha concedido la oportunidad de ser publicado y que en México se me negó sistemáticamente, no porque no tuviera talento, sino por aquel milenario anuncio de bienvenida que aparece a las puertas de todos los medios de comunicación: “No hay presupuesto”.

La mejor lección que creo haber aprendido aquí es quitarme los moños de trabajador intelectual y dejarme de gazmoñerías aspiracionales —actitudes tan características de las clases medias latinoamericanas—, y entrarle al trabajo con la misma objetividad y buena voluntad que los anglosajones. Con el buen ejemplo de los güeros y para sortear los momentos apremiantes, he pulido paredes, pintado casas, empacado pescado a puro pulmón (pero no vaya a pensarse que salmones, sino Halivut, que son unas bestias polares del tamaño de un tiburón). Incluso, respiré por varias semanas el tonificante aroma de la majada al ordeñar vacas en una granja robotizada. Claro, todo esto por 15 dólares la hora al menos, y no por los salarios de hambre que pagan en México los empresarios neo porfiristas. Increíblemente, gané más pintando casas durante dos semanas que con el guión y la dirección de Bienvenida, y pude recuperar el auto que Luis Kelly me robó con un solo mes de mi sueldo de editor.

Tal vez por eso siento repugnancia cuando me topo en los mall y los hoteles de lujo con esa fauna ostentosa y rimbombante que conforman los ricos mexicanos. Siempre con su boato trasnochado y su petulancia ridícula. Pero, sobre todo, siempre cínicos: ni un asomo de vergüenza por los millones de mexicanos que con su hambre nutren su opulencia.

Finalmente, luego de tanto buscar aquí y allá, encontré el que deseo sea mi oficio permanente: traductor. Además de ser la fuente de un bienestar sólido, me concede el privilegio de trabajar solo, en casa, y con mi mayor tesoro: el español. Debo omitir el nombre de las importantes casas editoriales para las que colaboro, toda vez que conozcoa mis paisanos, y sé —¡vaya que lo sé!— que son incapaces de mover un solo deo para ayudar a alguien, pero, en cambio, cuando de chingar se trata, son capaces de mover cielo, mar y tierra.

Mejor aún, aquí me reencontré con mi vocación original: escribir. Si abandoné esta pasión por tantos años fue tanto por lo que sabiamente llamó Capulina “el dolor de pagar la renta”, cuanto por la cantaleta con que me la cohibieron desde que la manifesté siendo adolescente: “Te vas a morir de hambre”.

Igual sufrí inanición en el ostentoso mundo publicitario y no se diga en las suntuosas casas productoras de cine y televisión —ya se sabe: “Primero hay que chingarse”—. Pero cuando de todos modos me quedé sin nada, decidí hacerle caso por fin a esa voz que desde niño quiere hacerse letra. No hubiera sido posible, desde luego, sin el apoyo del gobierno canadiense. A su amparo conté, por primera vez en toda mi vida, con el tiempo y la seguridad indispensables para sentarme de tiempo completo frente al teclado. Así pude escribir, por fin, mi primera novela: el monstruo más tremebundo que haya enfrentado jamás. No sé si logré domesticarlo, pero tengo la seguridad de que su éxito o fracaso será exclusivamente mío y nadie podrá despojarme de sus frutos, porque, a diferencia de los medios electrónicos —donde abundan los usurpadores como Kelly—, en esta esfera ningún editor puede agandayarle el crédito al artista. Aunque quisiera. Mejor aún: aquí uno no debe esperar días que se convierten en años para darle salida a las ideas .


Aldeanos globales

Muchos años antes de que mi vida capitalina se viera derruida por el escándalo de “El Cochinito”, ya estaba más que desencantado de las supuestas ventajas de vivir en el Distrito Federal. Nunca me tragué esa falacia de que bien valía la pena padecerlo a cambio de la supuesta abundancia de sus oportunidades laborales y actividades recreativas. A mi alrededor sólo veía humo, miseria y miedo. Mucho miedo: el temor a perder en cualquier momento la quincena, el patrimonio o hasta la vida; la desconfianza paranoica frente a cualquier desconocido, la consecuente agorafobia y el enclaustramiento como única defensa frente al acoso callejero.

Pasaban semanas enteras antes de que me decidiera ir al cine o al teatro porque, aparte de la inseguridad, el tráfico era capaz de estropear mi mejor ánimo. Por la misma razón, los amigos y los familiares nos reuníamos muy de vez en cuando y, sin darnos cuenta, acabamos despersonalizándonos, filtrando nuestras palabras a través del teléfono y el e-mail. Igual que lo hago aquí. Pero con la ventaja de que, cuando me paseo por el departamento con el auricular, en lugar de aquella luz mustia y sus sombras pardas, contemplo desde mi ventana un sol bruñido, como el del bajío mexicano, que me susurra que la vida puede ser buena.


Aun así, he debido desafiar a las sirenas de la nostalgia. El tiempo y la distancia suelen tergiversar la realidad que se ha dejado atrás, y la transfiguran en recuerdos tan deliciosos como ficticios. De pronto, uno se descubre extrañando hasta los tianguis saba-tinos con sus tacos de barbacoa y sus chaparritas de El Naranjo, y no se diga las cantinas con sus tragos y botanas abundantes. Frente al acoso de la añoranza, encontré un antídoto infalible: basta que me imagine en alguna de aquellas avenidas esclerosas del DF, para que sienta horror de volver. Pero sólo al Distrito Federal. México es otra cosa: es vasto en maravillas. En esto ya me parezco a los canadienses: todos desean vacacionar en México, todos lo recomiendan como el mejor destino turístico del mundo. Pero todos, también, hacen la acotación inevitable: “But never go to Mexico City, no way!”.

Como bien observó Jorge Ibargüengoitia, lo que más extraña un mexicano en el extranjero es la comida. Pero aun esa añoranza ya es remota porque, gracias a su delicia, ha conquistado los paladares del mundo entero: aquí la salsa ya es más popular que la catsup, y las frituras de guacamole y chipotle más solicitadas que las chips. Es un auténtico imperialismo mexicano. Aun estando a más de cinco mil kilómetros de distancia, no faltan en nuestra mesa tortillas, tostadas, chiles jalapeños, serranos o chipotles; aguas de jamaica u horchata; y aun hemos disfrutado de mole, pozole, menudo, gorditas, quesadillas y hasta del exquisito Vuelve a la vida con su rigurosa salsa Búfalo.

La verdad es que el mundo se hizo chiquito y, por ende, diminuta la nostalgia. Vivimos en una auténtica aldea global y la superautopista de la información es su avenida central: amén de que mi mesa es la misma, suelo desayunarme también con las noticias de México, platicar con mis amigos y familiares por Messanger o e-mail, y aun ver tele-visión mexicana por Internet o satélite.

Pero sí hay una pérdida capital, irreparable: nuestro idioma. Esa es la verdadera patria perdida. He ahí el dolor de este exilio. No importa qué tan bien se domine el inglés, siempre será la segunda lengua, y en ese sentido, uno se siente ciudadano de segunda, en desventaja permanente. Será por eso que ahora escribo con tanta profusión. No sé si bien, pero es lo mejor que me quedó de México. Me aferro a ese tesoro.


Más vale solo


Los primeros dos años de Canadá permanecí en suspenso, a la espera de que se hiciera justicia. Las noticias de México sólo me desalentaban al comprobar que la impunidad y el cinismo avanzaban trepidantes. Pero, a partir de las elecciones federales de 2003, los responsables de mi tragedia comenzaron a pagar sus canalladas. Sentado a la puerta de mi casa, contemplé sus cortejos fúnebres, tal como aseguran los chinos que llega la mejor venganza.

La renuncia obligada de Rosario Robles a la Presidencia del PRD en agosto de 2003 causó algarabía en esta casa. Más por el hecho de que su caída se debió a su descarada, terca, colusión con Kelly. Y luego en 2004, más que cortejos fúnebres, vi pasar un auténtico carnaval frente al monitor de mi computadora con los reveladores videoescándalos: la cereza del pastel que me ha permitido recibir muchos e-mail de amigos diciéndome lo mismo: "¡Tenías razón!".

Uno a uno, todos han caído sin falta: Rosario, Bejarano, Ímaz, y aun Ciro y Denise han debido apostarle a la desmemoria de su público para deslindarse, convenencieros, al fin, de su ancestral mecenas. Víctor Trujillo también cayó fulminado, luego de traicionar a todos y aun a sí mismo. Pobre diablo, ojalá su tragedia personal no sea el karma del dolor que le provocó a mi familia y a tantas otras.


Sólo lamento que no sea Kelly el que esté en el Reclusorio Norte. Aun como corruptor resultó mediocre: Carlos Ahumada se lo llevó de calle. De cualquier forma, su emporio se desinfla con la misma celeridad que lo inventó. Está colapsado, incluso embargado. Tan grave es su debacle que ha debido prescindir de su horrenda Corte de los Milagros. A ver si no le pasa lo que a la Viridiana de Buñuel, que acabó siendo devorada por los perros que llevó a su casa. Cuidado.

A la par de este carnaval de féretros comencé a recibir cartas y llamadas de amigos y familiares con el mismo ruego: “Habla, que se sepa la dimensión del despojo de que fuiste víctima”.Si lo hago finalmente es, en realidad, con la esperanza de que los jóvenes artistas no caigan en garras de esos mostachones que hallan su cristalización más perversa en tipos de la calaña de Luis Kelly.

Mi mejor consejo para ellos es: si llegaran a quedarse varados en ese camino pedregoso y solitario que es el arte, es preferible que sigan caminando, por su propio pie, solos, antes de aceptar un aventón. Porque, cuidado, podrían subirse al camión de algún hospital psiquiátrico. O peor: a una Combi de Publicorp. Cuidado.